miércoles, 28 de febrero de 2018


RESUMEN DE LA PRIMERA PARTE: “EL GIRASOL”

Para entender Los límites del perdón, hay que hacer referencia a la figura de Hitler. Hitler y los nazis hicieron responsables a los judíos tanto de la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial como de la crisis económica. Muchos creyeron en él y gracias a este mensaje y a la promesa de convertir a Alemania en un país fuerte y poderoso económicamente, Hitler y su partido alcanzaron el poder en el año 1933.
El régimen nazi pensaba que la raza aria era la mejor y los judíos pertenecían a otra, inferior. Este macabro pensamiento dio lugar al que quizás sea el crimen más abominable de la historia. Campos de concentración como los de Auschwitz y Treblinka –los he buscado por curiosidad en Internet, obteniendo “con horror”, un resultado de 58 campos de concentración, exterminio, prisión o de trabajo-,cámaras de gas, y el asesinato de seis millones de inocentes, han calificado los hechos como “holocausto” (gran matanza de seres humanos) y “genocidio” (exterminio y eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, religión o política).
Entre los supervivientes de tan grave atrocidad, se encuentra Simón Wiesenthal, autor de Los límites del perdón, cuyo contenido relata –antes de llevarnos al terreno en el que nuestra conciencia debe tomar una decisión-, las indescriptibles escenas de terror a las que millones de personas, a consecuencia de su origen, tuvieron que hacer frente como prisioneros de un campo de concentración.
Simón Wiesenthal, arquitecto de profesión, estudió en la ciudad polaca de Lemberg, en cuyas cercanías se encontraba ahora en condición de preso de un campo de exterminio alemán.
El autor nos recuerda cómo ya en su época de estudiante la llamada “juventud dorada” de Lemberg (alborotadores, gamberros y antisemitas, nos dice), se ensañaban contra los judíos estudiantes. De hecho habían creado el “día sin judíos” con la esperanza de reducir el número de licenciados judíos, -lo que daría lugar a situaciones verdaderamente violentas y agresivas que el autor nos describe en su libro-.
Entre los amigos de Simón Wiesenthal en el campo de concentración, se encontraban Josek y Arthur -con quien arrastraba una vieja amistad de antaño, “eran como hermanos”, literalmente nos dice. Josek era judío y una persona profundamente religiosa. Por el contrario, Arthur era una persona sumamente irónica y realista.
En los campos de concentración a los judíos se les humillaba de todas las maneras que uno pueda imaginar. Los soldados de la SS se divertían azotando a los prisioneros indiscriminadamente, se les ahorcaba, se les pisoteaba, les soltaban perros adiestrados…
Los soldados de la SS formaban la policía militarizada del Partido Nacionalsocialista alemán, y fue creada como guardia personal de Hitler en 1922. Como organización fue condenada en el proceso de Nuremberg (1946), lugar donde se celebró el proceso contra los criminales de guerra nazis.
Durante una de las salidas del campo de concentración, Simón ve un cementerio con girasoles en las tumbas. Simón quedó hechizado con un concreto girasol –“recto y firme, nos dice, como un soldado”-, de vivos colores y con mariposas revoloteando a su alrededor -las cosas sencillas de la vida cobraran ahora una relevancia especial-.
Curiosamente, por primera vez Simón pensaba en la proximidad de la muerte. Los girasoles tuvieron un particular significado para él eran el nexo de unión entre la vida y la muerte; entre la supervivencia y la aniquilación-, de manera que su imagen y su recuerdo permanecerían en su memoria con ocasión de acontecimientos posteriores. De hecho, reaparecen a lo largo de toda la lectura.
Al llegar a su destino, su antigua Facultad reconvertida ahora en hospital, una enfermera pregunta a Simón por su origen judío. Momentos después tendrá lugar el insólito encuentro que inspirará, posteriormente, la historia de Los límites del perdón.
Acto seguido Simón se encontraría ante un joven soldado de la SS, de 21 años, postrado en una cama y al borde de la muerte.
Karl, nombre del soldado de la SS, fue educado en la religión católica por unos padres “buenos y cariñosos”. De hecho, él mismo creía firmemente en Dios y en los mandamientos de la Iglesia cuando era niño. El párroco de su iglesia, donde habitualmente ayudaba, esperaba que algún día estudiara Teología. Pero Karl era joven, y como cualquier muchacho de su edad, anhelaba tener experiencias nuevas y conocer mundo, por lo que se afilió a las “Juventudes Hitlerianas” (organización cuya ideología se basaba en el odio a los judíos, convirtiendo a jóvenes ilusos en asesinos. Todo lo que sabía Karl sobre los judíos provenía del adoctrinamiento y de una venenosa propaganda nazi, según la cual, eran culpables de todas sus desgracias). Hecho que, además de disgustar a su madre, le hizo merecedor de la enemistad de su padre, quien le retiraría la palabra de por vida.
Karl confiesa a Simón un terrible crimen cometido un año antes, que según dice, “le tortura y sin cuyo relato no podría morir en paz”. El joven soldado cuenta cómo se alistó como voluntario en la SS y tras unirse a una unidad de asalto, llegan a la ciudad ucraniana de Dnepropetrowsk, donde un edificio con unos 200 judíos en su interior y previamente minado con bidones de gasolina, es incendiado por los soldados de la SS (incluido Karl). Para escapar del infierno, familias enteras saltan por las ventanas envueltos en llamas en medio de los disparos de la SS. Y una de estas familias con su hijo en brazos, ardiendo y presa de la desesperación, quedará grabada para siempre en la memoria del soldado moribundo.
Es una imagen que le atormentará incluso en el frente, cuando es herido mortalmente por un obús. A pesar del sufrimiento que la metralla le ocasionaría –su cuerpo estaba hecho trizas-, el peor de los dolores sería causado por su conciencia -“No puedo morir… sin lavar mi conciencia…”, decía. Por lo que el herido pidió a Simón, en su calidad de judío, que le perdonase de su horrendo crimen. A continuación, Simón guardó silencio y se marchó, rehusando posteriormente las pertenencias que le había legado durante sus últimos minutos de agonía.
A estos sucesos siguieron años de sufrimiento y de muerte. Arthur murió en brazos del autor. Josek, enfermo y sin fuerzas, murió víctima de un tiro de la SS, como “castigo por ser un gandul”. La cámara de gas funcionaba ahora sin descanso, -nos cuenta estremecedoramente Simón-, y muchos más, serían fusilados.
Finalmente, Simón es liberado del campo de concentración de Mauthausen, donde experimentó sus últimas humillaciones, pero la duda y preocupación por el encuentro con el joven soldado de la SS, era constante y permanente. Lo que le llevará a Sttugart, a encontrarse con la madre del joven soldado fallecido.
Simón tiene ahora ante sí a una débil anciana, ya viuda y profundamente abatida por el dolor, destrozada por el recuerdo de su marido y de su hijo -“era un muchacho encantador, …un gran muchacho…que nunca había hecho nada malo”, le manifiesta. Convencido de que tenía ante sí a un ser bondadoso, Simón siente lástima y compasión por ella y se despide sin quebrantar la fe que tenía en la bondad de su hijo.
Tras la liberación, sin familia y sin hogar (recordemos que Simón perdió prácticamente a toda su familia, parientes y amigos), Simón Wiesenthal invirtió el resto de su vida investigando a criminales de guerra nazis, a fin de que fuesen llevados ante la justicia.
Su trabajo llevó al arresto de numerosos criminales destacados, conocidos líderes de la Gestapo, notorios –por su crueldad- comandantes y guardias de campos de concentración, … recibiendo
–inexplicablemente, a mi juicio-, algunas críticas por su lucha. Críticas que fueron contestadas con el argumento de que semejante barbarie jamás volviera a repetirse, “debía hacerlo para que la gente no olvidara”, declaró en cierta ocasión Simón Wiesenthal.
Finalmente el autor nos plantea una difícil y complicada tarea que consta de dos  partes. La primera, juzgar si su comportamiento –su silencio-, fue correcto o incorrecto. Y la segunda, imaginar mentalmente la situación vivida por Simón y contestar a la pregunta, qué habría hecho el lector en su lugar.


AUTORES ELEGIDOS

La estructura del trabajo indica elegir, al menos, un autor del Simposio
 
recopilación de pensamientos ilustres-, que constituye la segunda parte de Los límites del perdón.
Pues bien, aún cuando todos ellos proporcionan argumentos convincentes en uno u otro sentido, he decido elegir a tres de ellos por una serie de razones que se exponen a continuación.
Mark Goulden es el primer autor seleccionado, pues ningún otro responde de forma tan contundente respecto al dilema moral que plantea Simón Wiesenthal.
Este periodista británico que trabajó en causas humanitarias, expone con claridad la evidencia de unas terribles atrocidades que el mundo ha tratado o trata de olvidar. Reflexiona en torno al olvido, “…el mundo parece haber acordado olvidar el asunto…”, “…parece evidente que el mundo ha conspirado para olvidar…”,nos dice.  
Creo, como el autor, que las sociedades modernas hemos vivido un tanto ajenas a las guerras que nos precedieron, como a menudo escucho decir “la vida sigue y hemos de seguir viviendo”. Probablemente, por lo vergonzoso que resulta reconocer que la especie humana haya podido, en algún momento de la historia, cometer aberraciones como las relatadas en Los límites del perdón, incluyendo la permisividad que facilitó una carnicería sin precedentes. Quizás, también, por la cobardía que supone para la humanidad enfrentarse a una dolorosa realidad.
Al igual que el autor, considero que el mundo jamás debe olvidar lo ocurrido al objeto de que lo sucedido no suceda nunca más, y en ninguna parte. Olvidar los hechos equivaldría a olvidar a las víctimas, su sufrimiento y su dolor. Y creo que perdonar no puede ser una palabra fácil o recurrente, “para perdonar se necesita algo más que una simple frase hecha”, como nos dice Goulden . Y yo añado, “para perdonar hay que sentir”.
Además, coincido plenamente no sólo con Mark Goulden, sino con la práctica totalidad de autores, en que no se puede ofrecer una respuesta genérica a la cuestión que nos plantea Simón Wiesenthal. Es una disyuntiva que requiere una respuesta individual, que, a mi parecer, resultará influida por la educación, los valores, los principios, las creencias y las experiencias personales de cada uno.
Y por último, la elección ha sido motivada por la categórica afirmación que, a diferencia de los demás, realiza este pensador al no presentar dudas sobre cómo solventar la cuestión del perdón al soldado de la SS: “…habría abandonado en silencio el lecho de muerte no sin antes haberme asegurado de que quedaba un nazi menos en el mundo”.
Creo que la dureza de esta afirmación obedece, únicamente, al hecho de hacernos comprender la magnitud de una matanza incomprensible en toda su dimensión para la mente humana.

El segundo escritor elegido es MANÉS SPERBER, psicólogo dedicado posteriormente a la literatura. Su elección –sin que ello presuponga mi opinión- obedece a ser una de las personas que reconoce que “no puede haber un argumento contrario al perdón…”.
Sí coincido con el autor en que Simón tenía todo el derecho a perdonar. De hecho creo que cualquier actitud que hubiese adoptado Simón, habría sido la correcta, teniendo en cuenta las circunstancias anómalas de terror y de presión psicológica en que se encontraba. Pero habría sido un perdón en nombre propio, por las ofensas cometidas contra él mismo, nunca en nombre de los millones de víctimas del holocausto. Y es una afirmación corroborada prácticamente por todos los autores del Simposio.
Por otra parte, es cierto que, a lo largo de la historia se han producido crímenes y guerras entre naciones y pueblos, lo que ha llevado a las generaciones posteriores a estar en deuda con su pasado, aún cuando irremediablemente no pueden ni borrarlo ni cambiarlo. Por tanto, considero adecuada la reflexión que realiza sobre la necesidad de perdonar con el fin de “liberar al presente y, más especialmente al futuro, de la pesada carga del pasado. La existencia de las naciones depende del perdón”, sentencia Manés Sperber.
Al igual que hace el autor, rechazo la idea de culpabilidad colectiva, -rechazo que también experimenta Sven Alcalaj, testigo del genocidio que tuvo lugar en Bosnia-Herzegovina-. Ambos autores defienden la existencia de una responsabilidad nacional o estatal, en lo que coincido plenamente. Por ello creo que Alemania es responsable como nación, aunque no pueda ni reponer ni invertir el pasado. Así, no sólo legal sino moralmente, debe ser obligatoria una cierta reparación –y digo “cierta” dado que la reparación completa exigiría la devolución de las vidas abatidas-, al objeto de lograr precisamente un cierto grado de reconciliación con la historia, con las víctimas y con las nuevas generaciones. Es más, creo que es la única vía posible para lograr la armonía internacional, la convivencia y la paz social. Recientemente la canciller alemana Ángela Merkel declaraba:
“Somos responsables como alemanes de las cosas que durante el Holocausto, la "Shoah", pasaron durante el nacionalsocialismo. Esta responsabilidad se mantiene y todos los Gobiernos de Alemania tendrán que asumirla".
Tal y como Simón respondió a la madre del soldado de la SS “ningún alemán puede negar su responsabilidad. Aunque no sea directamente culpable de lo que ocurrió, debería compartir la vergüenza de lo que hicieron”.
Responsabilidad que hago también extensible a aquéllos países que permanecieron voluntariamente al margen, dejando obrar a la maldad, convirtiéndose –al desatender el problema-, en cómplices de una actuación –o falta de actuación- que provocó, facilitó o contribuyó a perpetrar la mayor masacre de seres humanos de la historia “…virtualmente ante los mismos ojos del mundo…”, como bien expresa Goulden.

Por último, la elección de Albert Speer obedece a la “reconfortante” sensación que produce encontrar a alguien que, por decisión propia, reconoció, en los Juicios de Nuremberg, su responsabilidad por los crímenes cometidos. Arrepentido de sus actos
–nunca podré perdonarme por apoyar de manera imprudente y poco escrupulosa a un régimen que llevó a cabo el asesinato sistemático de judíos y de otros pueblos, nos cuenta-, fue condenado a 20 años de prisión.
Destacar la fortaleza moral de Simón Wiesenthal, que tuvo la valentía de sentarse frente a frente con su “verdugo” –y en igual sentido, la de Harry Wu, quien tras pasar 19 años en campos de trabajo chinos y arrastrar las secuelas de la brutalidad que supusieron, no sintió la necesidad de reprochar nada durante su visita a quien injustamente le acusó-.
Coincido con este autor en que la actitud de Simón fue humanitaria y bondadosa, tratando de ayudar a Speer en vez de reprocharle las miserias sufridas. Fue tolerante y compasivo, aliviando la culpa moral de una figura destacada del nazismo –fue un personaje relevante del Tercer Reich y del Ministerio de Armamento de Hitler- y demostrando una clemencia que, opino, hacen merecedor a un gran luchador –Simón Wiesenthal- de un sencillo calificativo “el de buena persona”.

Confieso que me ha sorprendido la condena de Albert Speer, por la desproporción que suponen veinte años de privación de libertad frente a años de opresión, hambre, degradación, exterminios colectivos y trabajos forzados hasta la muerte, contra la población judía. Por ello he buscado información sobre los Juicios de Nuremberg encontrando que a los dirigentes y colaboradores del régimen de Adolf Hitler, se les acusó de crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Doce de los acusados fueron condenados a pena de muerte –muerte en la horca, más concretamente-; tres, sufrieron cadena perpetua; cuatro, obtuvieron pena de prisión entre 10 y 20 años –entre ellos, Albert Speer-; tres fueron absueltos y dos resultaron sin condena. Alguno de ellos se suicidaría tras su detención.

OPINIÓN PERSONAL

Muchos son los argumentos expuestos en la segunda parte de Los límites del perdón por lo que podré inspirarme en dichas reflexiones, cuya lectura me ha resultado sumamente atractiva. La desventaja es que, pocas cosas más se pueden añadir.
Y en este punto hago mía la frase de Arthur, según la cual “nadie que no lo haya padecido personalmente, podrá entenderlo en toda su magnitud”. Por tanto, es imposible responder a las cuestiones que plantea Simón Wiesenthal, al resultar igualmente imposible experimentar mentalmente el horror en el que las víctimas vivieron y murieron. Por otra parte, creo que cada respuesta estará ligada irremediablemente a la personalidad y a la conciencia de cada uno.
Por todo ello, mi opinión vendrá dada desde mi posición personal, perteneciente a una generación privilegiada –por suerte, nunca he temido por la vida de mis padres o parientes, ni por la mía propia; ni tampoco he padecido el miedo y la humillación en ninguna de sus magnitudes-. Además, nuestras condiciones de paz y bienestar, a diferencia de lo que le ocurrió a Simón Wiesenthal, nos permiten razonar y emocionarnos libremente.
                En primer lugar, decir que he estudiado en un colegio religioso y pertenezco a una familia católica que me ha inculcado, por tanto y desde siempre, los principios y valores cristianos. Luego, creo que la primera visión debe ser enfocada desde el punto de vista de mis creencias y mi educación.
                Así, considero impresionante la lección de fe que nos ofrece Josek, hablando de Dios, en medio de tanto sufrimiento. Pero entiendo también que las creencias religiosas experimentaran un gran declive durante esa época “por culpa del silencio de Dios”-nos cuenta Moshe Bejski, superviviente también de los campos de concentración, cuyo pariente, aspirante a rabino, le confesó haber perdido su confianza en Dios-. Recordar también a la creyente anciana prisionera junto a Simón en el campo de concentración, manifestando que “Dios se hallaba de permiso”.
Todavía hoy sigue siendo polémica la actuación del Papa Pío XII, en relación con el exterminio judío. Israel califica su conducta de “ambigüa”, al no condenar públicamente ni intervenir para frenar la barbarie nazi. La justificación del Vaticano es que mantuvo un silencio “prudente” para no empeorar la situación de los judíos. En cualquier caso, es cuanto menos, insensible, incoherente y ridícula, la posición de contemplar pasivamente el metódico exterminio de seres humanos.
                Pues bien, para mi religión la Iglesia posee el poder de perdonar los pecados a través del sacramento de la penitencia. La penitencia o confesión supone borrar los pecados tras un cuidadoso examen de conciencia, la repulsa hacia los pecados cometidos, el arrepentimiento por la ofensa infligida, el firme propósito de no cometerlos nunca más, su confesión y el cumplimiento de la pena impuesta.
                Recordemos que el soldado Karl examinó en su interior y, podríamos pensar que motivado por la educación cristiana recibida siendo niño, encontró que una de sus acciones atormentaba su conciencia, sentía un profundo dolor por esta acción y en su confesión había un sincero pesar y arrepentimiento, según nos cuenta Simón. Lo que no sabemos, y así lo exponen algunos autores, es si de haber sobrevivido no hubiera seguido cometiendo crímenes y si hubiera estado dispuesto a reponer el mal causado, por ejemplo, compensación en forma de servicio perpetuo a la comunidad judía.
                Que se debe conceder perdón a los que se arrepienten sinceramente, es un concepto que comparte tanto la ética cristiana como la judía. Sin embargo, en mi opinión, como he dicho al principio, nadie que nunca haya estado en una situación tan inconcebible como la de Simón puede, a mi juicio, juzgar su “silencio” junto al soldado moribundo.
Cierto es que Simón no pronunció la palabra “perdón”. Pero aparentemente no fue algo tan simple para él. Su intranquilidad, su sentimiento de culpa y sus vacilaciones, podrían hacernos pensar en una cierta tendencia hacia el perdón, y tenía todo el derecho a hacerlo. Pienso que su personal reconciliación, o no, con los criminales sólo le concierne a él, “rectificar un delito es un asunto que sólo se debe saldar entre el que lo perpetra y su víctima”, afirma el profesor de Teología Islámica Smail Balic.
Por tanto, me limitaré a mostrar mi respeto por su comportamiento; admiro su humanidad permaneciendo junto al joven soldado en su lecho de muerte, permitiéndole sentir el contacto personal de su mano y apartando la mosca de su dolorido cuerpo, rechazando la oportunidad de cualquier acusación o reproche.
Creo que con esta actitud Simón, como una clase especial de ser humano, cargado de buenos sentimientos, aplicó uno de los principales mandamientos de la Iglesia católica “amar al prójimo como a ti mismo”.
En segundo lugar, expresaré mi opinión como persona, desde mi condición humana. Y a pesar de que todos los acontecimientos relatados causan un terrible impacto, hay dos que particularmente permanecen en mi memoria, por la intencionalidad y trampa con que se perpetraron.
Uno de ellos tiene lugar en los campos de exterminio de Camboya, donde uno de los supervivientes, Dith Pran, alude a las torturas a las que sin compasión fue sometido: “…Nos encerraban en jaulas con tigres y sin posibilidad de escape…”, nos cuenta.
El segundo de ellos se refiere al triste episodio de la “guardería” –“…una mañana llegaron tres camiones de la SS a la guardería y se llevaron a los niños a la cámara de gas. Esa noche cuando los padres regresaron del trabajo, se vivieron escenas desgarradoras en la desierta guardería”-, escribe Simón.
Estos hechos, monumentalmente despreciables, perpetrados con engaño y en base a un plan concebido por unos malvados cerebros, me han hecho fácil imaginar de una parte, el sentimiento de pánico y de terror frente a una fiera salvaje, y de otra, la sensación de angustia de unos padres destrozados por el dolor. Yo misma me conmuevo cada vez que leo este último pasaje, resultando imposible controlar mi emoción.
Y Simón nos pregunta qué habríamos hecho en su lugar. ¿Cabe pensar, acaso, que estos padres podrían perdonar el salvaje asesinato de sus hijos, unos niños de corta edad, los más inocentes de entre todos los inocentes?.
                ¿Qué habría hecho yo si me hubiera encontrado en lugar de Simón Wiesenthal, conocedor de estos acontecimientos y víctima de un régimen que haría presagiar mi inminente muerte?. ¿Habría tenido en cuenta la vulnerabilidad de Karl –atrapado en plena adolescencia en una atmósfera excepcional de histeria colectiva-, o le habría considerado altamente culpable al no hallarse realmente obligado a disparar –sin ningún castigo por parte de los alemanes, según demuestran estudios recientes-?.
                Podría contestar con dureza, sin compasión y sin misericordia, pero Simón Wiesenthal, sufridor de unos crímenes catalogados de “lesa humanidad”, no lo hizo –guardó silencio-, y por tanto me pregunto si yo, desde mi perspectiva actual, tengo autoridad para hacerlo. Tal vez hoy, también, el silencio sea la mejor respuesta.
Como ya expresé anteriormente, creo que para perdonar hay que sentir. Sentir que la ofensa no causa ya odio ni rencor en el fondo de nuestro corazón, lo que no equivale a “olvidar”. El olvido ofendería a las víctimas y anularía el derecho a la justicia. Y eso fue lo que hizo, muy acertadamente, Simón Wiesenthal tras su liberación, buscar justicia en lugar de venganza, supongo que como único camino posible para la reconciliación.
            Por último, agradezco la lectura de Los límites del perdón. Ha sido un ejercicio de reflexión personal, he tomado conciencia sobre la inexistencia de límites para la bondad y la maldad humana; me ha ayudado a priorizar, a dar un valor especial a todo cuánto poseo y a las circunstancias que me rodean –aunque haya mucho que mejorar-; y he aprendido que el bien más preciado que tenemos es la vida y como personas, nuestra libertad y nuestra dignidad.
                 Considero sumamente importante que exista un Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, que se celebra el 27 de enero de todos los años. Quizás contribuya a apaciguar, si cabe, el dolor de las víctimas. Y aunque decepciona saber que, años después, el mundo fue testigo de una nueva matanza de seres humanos en pleno corazón de Europa, creo firmemente que la educación que debemos sacar de esta tragedia, es el total rechazo de la humanidad a cualquier manifestación de racismo y de violencia.
                Dos nombres para terminar, el de Oskar Schindler y Nicholas Winton, quienes entre otros, optaron por salvar heroicamente la vida de miles de judíos, pues como dice Martin E. Marty en Los Límites del Perdón;
 “existe un tipo de libertad que nunca podrá desaparecer: la libertad de elegir nuestra propia actitud ante cualquier circunstancia”.

MARÍA DEL MAR CANOVACA BRAVO
1º BACHILLERATO A





2 comentarios:

Anónimo dijo...


En primer lugar quiero destacar el derecho y deber a perdonar que es algo, como bien dice mi compañera, compartido por ambas religiones cristianas y judías. Sin embargo, es cierto que resulta muy difícil realizar tal acción en una situación tan complicada como esta ya que Simon, si hubiera perdonado, lo hubiera hecho de parte de todos los judíos por lo que no hubiera sido justo ya que muchísimos no compartirían su decisión. Por tanto, actuó con silencio, acción que me parece muy acertada por su parte ya que si se hubiera posicionado en una parte u otra (si hubiera perdonado o no), hubiera sido muy criticado. Por tanto, comparto su admiración de la forma de actuar que Wiesenthal tuvo ante la piedad del soldado.
Por otra parte, también es cierto lo que dice respecto a que <>. Si Simon no sentía nada en aquel momento, ¿de qué le sirve perdonar? Quizá puede que para aliviar el cargo de conciencia del soldado, pero, ¿y si verdaderamente el soldado no se arrepentía? entonces es cuando vuelvo a considerar muy correcto el silencio que Simon hizo.
En conclusión, como cité anteriormente en mi resumen, entiendo la actitud de muchos judíos que no hubieran perdonado ni nunca perdonarán a los soldados nazis que cometieron verdaderas atrocidades pero, no corresponde a una sola persona decidir si merecen el perdón o no, por lo que, vuelvo a remarcar, que la mejor respuesta es nada más y nada menos que el silencio.

Anónimo dijo...

Bajo mi punto de vista, creo que el perdón y el silencio no es lo más adecuado, esto es lo que hicieron muchas naciones que se declararon neutrales
que en realidad no lo fueron ya que con ésta situación lo único que hicieron es mirar para otro lado, la de muchas personas que guardaron silencio y aquellos indiferentes. El perdón , como describo en mi resumen, pienso que no lo debe dar un juez ni una sola persona , sino todos aquellos que sufrieron, los millones que fueron torturados y asesinados,debemos de asegurarnos que nuestros descendientes conozcan la verdadera historia y todo ésto no quede en el olvido,como se ha tratado de hacer todo este tiempo , nosotros no debemos ser los que perdonemos, pero sí quiénes no debemos de olvidar, porque para saber ese sufrimiento habría que preguntarle a las familias de las víctimas judías.