RESUMEN DE LA
PRIMERA PARTE: “EL GIRASOL”
Para entender Los límites del perdón, hay que hacer referencia a la figura de Hitler. Hitler y los nazis hicieron
responsables a los judíos tanto de la derrota de Alemania en la Primera Guerra
Mundial como de la crisis económica. Muchos creyeron en él y gracias a este
mensaje y a la promesa de convertir a Alemania en un país fuerte y poderoso
económicamente, Hitler y su partido alcanzaron el poder en el año 1933.
El régimen nazi pensaba que la raza aria era la mejor y los judíos
pertenecían a otra, inferior. Este macabro pensamiento dio lugar al que quizás
sea el crimen más abominable de la historia. Campos de concentración como los
de Auschwitz y Treblinka –los he buscado por curiosidad en
Internet, obteniendo “con horror”, un resultado de 58 campos de concentración,
exterminio, prisión o de trabajo-,cámaras de gas, y el asesinato de seis millones de inocentes,
han calificado los hechos como “holocausto” (gran matanza de seres humanos) y “genocidio” (exterminio y eliminación sistemática de un
grupo social por motivo de raza, religión o política).
Entre los supervivientes de tan grave
atrocidad, se encuentra Simón Wiesenthal, autor de Los límites del perdón, cuyo contenido
relata –antes de llevarnos al terreno en el que nuestra
conciencia debe tomar una decisión-, las indescriptibles escenas de terror a las que millones de
personas, a consecuencia de su origen, tuvieron que hacer frente como
prisioneros de un campo de concentración.
Simón Wiesenthal, arquitecto de profesión,
estudió en la ciudad polaca de Lemberg, en cuyas cercanías se encontraba ahora
en condición de preso de un campo de exterminio alemán.
El autor nos recuerda cómo ya en su
época de estudiante la llamada “juventud
dorada” de Lemberg (alborotadores, gamberros y
antisemitas, nos dice), se ensañaban contra los judíos estudiantes. De hecho habían creado el “día sin judíos” con la esperanza de
reducir el número de licenciados judíos, -lo que daría lugar a situaciones
verdaderamente violentas y agresivas que el autor nos describe en su libro-.
Entre los amigos de Simón Wiesenthal
en el campo de concentración, se encontraban Josek y Arthur -con quien arrastraba una vieja amistad de
antaño, “eran como hermanos”, literalmente nos dice. Josek era
judío y una persona profundamente religiosa. Por el contrario, Arthur era una persona sumamente
irónica y realista.
En los campos de concentración a los
judíos se les humillaba de todas las maneras que uno pueda imaginar. Los soldados de la SS se divertían azotando a
los prisioneros indiscriminadamente, se les ahorcaba, se les pisoteaba, les
soltaban perros adiestrados…
Los soldados de la SS formaban la policía
militarizada del Partido Nacionalsocialista alemán, y fue creada como guardia
personal de Hitler en 1922. Como organización fue condenada en el proceso de
Nuremberg (1946), lugar donde se celebró el proceso contra los criminales de
guerra nazis.
Durante una de las salidas del campo
de concentración, Simón ve un cementerio con girasoles en las tumbas. Simón
quedó hechizado con un concreto girasol –“recto y firme, nos
dice, como un soldado”-, de vivos colores y con mariposas revoloteando a su alrededor -las cosas sencillas de la vida cobraran ahora una relevancia especial-.
Curiosamente, por primera vez Simón
pensaba en la proximidad de la muerte. Los girasoles tuvieron un particular
significado para él –eran el nexo de unión entre la vida y la
muerte; entre la supervivencia y la aniquilación-, de manera que su imagen y su recuerdo
permanecerían en su memoria con ocasión de acontecimientos posteriores. De
hecho, reaparecen a lo largo de toda la lectura.
Al llegar a su destino, su antigua
Facultad reconvertida ahora en hospital, una enfermera pregunta a Simón por su
origen judío. Momentos después tendrá lugar el insólito encuentro que inspirará, posteriormente, la historia de
Los límites del perdón.
Acto seguido Simón se encontraría
ante un joven soldado de la SS, de 21 años, postrado en una cama y al borde de
la muerte.
Karl, nombre del
soldado de la SS, fue educado en la religión católica por unos padres “buenos y
cariñosos”. De hecho, él mismo creía firmemente en Dios y en los mandamientos
de la Iglesia cuando era niño. El párroco de su iglesia, donde habitualmente
ayudaba, esperaba que algún día estudiara Teología. Pero Karl era joven, y como
cualquier muchacho de su edad, anhelaba tener experiencias nuevas y conocer
mundo, por lo que se afilió a las “Juventudes
Hitlerianas” (organización cuya ideología se basaba en el odio a los
judíos, convirtiendo a jóvenes ilusos en asesinos. Todo lo que sabía Karl sobre
los judíos provenía del adoctrinamiento y de una venenosa propaganda nazi,
según la cual, eran culpables de todas sus desgracias). Hecho que, además de
disgustar a su madre, le hizo merecedor de la enemistad de su padre, quien le
retiraría la palabra de por vida.
Karl confiesa a Simón un terrible
crimen cometido un año antes, que según dice, “le tortura y sin cuyo
relato no podría morir en paz”. El joven soldado cuenta cómo se alistó como voluntario en la
SS y tras unirse a una unidad de asalto, llegan a la ciudad ucraniana de
Dnepropetrowsk, donde un edificio con unos 200 judíos en su interior y previamente
minado con bidones de gasolina, es incendiado por los soldados de la SS
(incluido Karl). Para escapar del infierno, familias enteras saltan por las
ventanas envueltos en llamas en medio de los disparos de la SS. Y una de estas
familias con su hijo en brazos, ardiendo y presa de la desesperación, quedará
grabada para siempre en la memoria del soldado moribundo.
Es una imagen que le atormentará
incluso en el frente, cuando es herido mortalmente por un obús. A pesar del
sufrimiento que la metralla le ocasionaría
–su cuerpo estaba hecho trizas-, el peor de los dolores sería causado
por su conciencia -“No puedo morir… sin lavar mi
conciencia…”, decía. Por
lo que el herido pidió a Simón, en su calidad de judío, que le perdonase de su
horrendo crimen. A continuación, Simón guardó silencio y se marchó, rehusando
posteriormente las pertenencias que le había legado durante sus últimos minutos
de agonía.
A estos sucesos siguieron años de
sufrimiento y de muerte. Arthur murió en brazos del autor. Josek, enfermo y sin
fuerzas, murió víctima de un tiro de la SS, como “castigo por ser un gandul”. La cámara de gas funcionaba ahora sin descanso, -nos cuenta estremecedoramente Simón-, y muchos más, serían fusilados.
Finalmente, Simón es liberado del
campo de concentración de Mauthausen, donde experimentó sus últimas
humillaciones, pero la duda y preocupación por el encuentro con el joven
soldado de la SS, era constante y permanente. Lo que le llevará a Sttugart, a
encontrarse con la madre del joven soldado fallecido.
Simón tiene ahora ante sí a una débil
anciana, ya viuda y profundamente abatida por el dolor, destrozada por el
recuerdo de su marido y de su hijo -“era un muchacho encantador, …un
gran muchacho…que nunca había hecho nada malo”, le manifiesta. Convencido de
que tenía ante sí a un ser bondadoso, Simón siente lástima y compasión por ella
y se despide sin quebrantar la fe que tenía en la bondad de su hijo.
Tras la liberación, sin familia y sin
hogar (recordemos que Simón perdió prácticamente a toda su familia,
parientes y amigos),
Simón Wiesenthal invirtió el resto de su vida investigando a criminales de
guerra nazis, a fin de que fuesen llevados ante la justicia.
Su trabajo llevó al
arresto de numerosos criminales destacados, conocidos líderes de la Gestapo,
notorios –por su crueldad- comandantes y guardias de campos de concentración, …
recibiendo
–inexplicablemente, a mi juicio-, algunas críticas por su lucha. Críticas que
fueron contestadas con el argumento de que semejante barbarie jamás volviera a
repetirse, “debía hacerlo para que la gente no olvidara”, declaró en cierta
ocasión Simón Wiesenthal.
Finalmente el autor nos
plantea una difícil y complicada tarea que consta de dos partes. La primera, juzgar
si su comportamiento –su silencio-, fue correcto o incorrecto. Y la segunda,
imaginar mentalmente la situación vivida por Simón y contestar a la pregunta,
qué habría hecho el lector en su lugar.
AUTORES ELEGIDOS
La estructura del
trabajo indica elegir, al menos, un autor del Simposio
–recopilación de pensamientos
ilustres-, que
constituye la segunda parte de Los
límites del perdón.
Pues bien, aún cuando
todos ellos proporcionan argumentos convincentes en uno u otro sentido, he
decido elegir a tres de ellos por una serie de razones que se exponen a
continuación.
Mark Goulden es el primer autor seleccionado,
pues ningún otro responde de forma tan contundente respecto al dilema moral que
plantea Simón Wiesenthal.
Este periodista
británico que trabajó en causas humanitarias, expone con claridad la evidencia
de unas terribles atrocidades que el mundo ha tratado o trata de olvidar. Reflexiona en torno al olvido, “…el mundo parece haber acordado olvidar el asunto…”, “…parece evidente
que el mundo ha conspirado para olvidar…”,nos dice.
Creo, como el autor,
que las sociedades modernas hemos vivido un tanto ajenas a las guerras que nos
precedieron, como a menudo escucho decir “la vida sigue y hemos de seguir viviendo”. Probablemente, por lo vergonzoso que resulta
reconocer que la especie humana haya podido, en algún momento de la historia,
cometer aberraciones como las relatadas en Los límites del perdón, incluyendo
la permisividad que facilitó una carnicería sin precedentes. Quizás, también,
por la cobardía que supone para la humanidad enfrentarse a una dolorosa
realidad.
Al igual que el autor,
considero que el mundo jamás debe olvidar lo ocurrido al objeto de que lo
sucedido no suceda nunca más, y en ninguna parte. Olvidar los hechos
equivaldría a olvidar a las víctimas, su sufrimiento y su dolor. Y creo que perdonar
no puede ser una palabra fácil o recurrente, “para perdonar se necesita algo más que una simple frase hecha”, como nos
dice Goulden . Y yo añado, “para
perdonar hay que sentir”.
Además, coincido
plenamente no sólo con Mark Goulden, sino con la práctica totalidad de autores,
en que no se puede ofrecer una respuesta genérica a la cuestión que nos plantea
Simón Wiesenthal. Es una disyuntiva que requiere una respuesta individual, que,
a mi parecer, resultará influida por la educación, los valores, los principios,
las creencias y las experiencias personales de cada uno.
Y por último, la
elección ha sido motivada por la categórica afirmación que, a diferencia de los
demás, realiza este pensador al no presentar dudas sobre cómo solventar la
cuestión del perdón al soldado de la SS: “…habría abandonado en silencio el lecho de muerte no sin antes haberme
asegurado de que quedaba un nazi menos en el mundo”.
Creo que la dureza de esta afirmación obedece, únicamente, al hecho de
hacernos comprender la magnitud de una matanza incomprensible en toda su
dimensión para la mente humana.
El segundo escritor elegido es MANÉS SPERBER, psicólogo dedicado
posteriormente a la literatura. Su elección –sin que ello presuponga mi opinión-
obedece a ser una de las personas que reconoce que “no puede haber un argumento
contrario al perdón…”.
Sí coincido con el autor en que Simón tenía todo el derecho a perdonar.
De hecho creo que cualquier actitud que hubiese adoptado Simón, habría sido la
correcta, teniendo en cuenta las circunstancias anómalas de terror y de presión
psicológica en que se encontraba. Pero habría sido un perdón en nombre propio,
por las ofensas cometidas contra él mismo, nunca en nombre de los millones de
víctimas del holocausto. Y es una afirmación corroborada prácticamente por
todos los autores del Simposio.
Por otra parte, es cierto que, a lo largo de la historia se han
producido crímenes y guerras entre naciones y pueblos, lo que ha llevado a las
generaciones posteriores a estar en deuda con su pasado, aún cuando
irremediablemente no pueden ni borrarlo ni cambiarlo. Por tanto, considero
adecuada la reflexión que realiza sobre la necesidad de perdonar con el fin de “liberar al presente y, más especialmente al futuro, de la pesada carga
del pasado. La existencia de las naciones depende del perdón”, sentencia Manés
Sperber.
Al igual que hace el autor, rechazo la idea de culpabilidad colectiva, -rechazo que también experimenta Sven
Alcalaj, testigo del genocidio que tuvo lugar en Bosnia-Herzegovina-. Ambos
autores defienden la existencia de una responsabilidad nacional o estatal, en
lo que coincido plenamente. Por ello creo que Alemania es responsable como
nación, aunque no pueda ni reponer ni invertir el pasado. Así, no sólo legal
sino moralmente, debe ser obligatoria una cierta reparación –y digo “cierta” dado que la reparación completa exigiría la devolución de
las vidas abatidas-,
al objeto de lograr precisamente un cierto grado de reconciliación con
la historia, con las víctimas y con las nuevas generaciones. Es más, creo que
es la única vía posible para lograr la armonía internacional, la convivencia y
la paz social. Recientemente la canciller alemana Ángela Merkel declaraba:
“Somos responsables
como alemanes de las cosas que durante el Holocausto, la "Shoah",
pasaron durante el nacionalsocialismo. Esta responsabilidad se mantiene y todos
los Gobiernos de Alemania tendrán que asumirla".
Tal y como Simón respondió a la madre del soldado de la SS “ningún alemán puede
negar su responsabilidad. Aunque no sea directamente culpable de lo que
ocurrió, debería compartir la vergüenza de lo que hicieron”.
Responsabilidad que hago también extensible a aquéllos países que
permanecieron voluntariamente al margen, dejando obrar a la maldad,
convirtiéndose –al desatender el problema-, en cómplices de una actuación –o
falta de actuación- que provocó, facilitó o contribuyó a perpetrar la mayor
masacre de seres humanos de la historia “…virtualmente ante los mismos ojos
del mundo…”, como bien expresa Goulden.
Por último, la elección de Albert Speer obedece a la “reconfortante” sensación que
produce encontrar a alguien que, por decisión propia, reconoció, en los Juicios
de Nuremberg, su responsabilidad por los crímenes cometidos. Arrepentido de sus
actos
–nunca podré perdonarme por apoyar de manera imprudente y poco
escrupulosa a un régimen que llevó a cabo el asesinato sistemático de judíos y
de otros pueblos, nos cuenta-, fue condenado a 20 años de prisión.
Destacar la fortaleza moral de Simón Wiesenthal, que tuvo la valentía
de sentarse frente a frente con su “verdugo” –y en igual sentido, la
de Harry Wu, quien tras pasar 19 años en campos de trabajo chinos y arrastrar
las secuelas de la brutalidad que supusieron, no sintió la necesidad de
reprochar nada durante su visita a quien injustamente le acusó-.
Coincido con este autor en que la actitud de Simón fue humanitaria y
bondadosa, tratando de ayudar a Speer en vez de reprocharle las miserias
sufridas. Fue tolerante y compasivo, aliviando la culpa moral de una figura
destacada del nazismo –fue un personaje relevante del
Tercer Reich y del Ministerio de Armamento de Hitler- y demostrando una
clemencia que, opino, hacen merecedor a un gran luchador –Simón Wiesenthal-
de un sencillo calificativo “el de buena persona”.
Confieso que me ha sorprendido la condena de Albert Speer, por la
desproporción que suponen veinte años de privación de libertad frente a años de
opresión, hambre, degradación, exterminios colectivos y trabajos forzados hasta
la muerte, contra la población judía. Por ello he buscado información sobre los
Juicios de Nuremberg encontrando que a los dirigentes y colaboradores del
régimen de Adolf Hitler, se les acusó de crímenes contra la paz, crímenes de
guerra y crímenes contra la humanidad. Doce de los acusados fueron condenados a
pena de muerte –muerte en la horca, más concretamente-; tres, sufrieron cadena
perpetua; cuatro, obtuvieron pena de prisión entre 10 y 20 años –entre ellos,
Albert Speer-; tres fueron absueltos y dos resultaron sin condena. Alguno de
ellos se suicidaría tras su detención.
OPINIÓN PERSONAL
Muchos son los argumentos
expuestos en la segunda parte de Los límites del perdón por lo que podré
inspirarme en dichas reflexiones, cuya lectura me ha resultado sumamente
atractiva. La desventaja es que, pocas cosas más se pueden añadir.
Y en este punto
hago mía la frase de Arthur, según la cual “nadie que no lo haya padecido
personalmente, podrá entenderlo en toda su magnitud”. Por tanto, es
imposible responder a las cuestiones que plantea Simón Wiesenthal, al resultar igualmente
imposible experimentar mentalmente el horror en el que las víctimas vivieron y
murieron. Por otra parte, creo que cada respuesta estará ligada
irremediablemente a la personalidad y a la conciencia de cada uno.
Por todo ello,
mi opinión vendrá dada desde mi posición personal, perteneciente a una
generación privilegiada –por suerte, nunca he temido por la
vida de mis padres o parientes, ni por la mía propia; ni tampoco he padecido el
miedo y la humillación en ninguna de sus magnitudes-. Además,
nuestras condiciones de paz y bienestar, a diferencia de lo que le ocurrió a
Simón Wiesenthal, nos permiten razonar y emocionarnos libremente.
En primer lugar, decir que he estudiado en un
colegio religioso y pertenezco a una familia católica que me ha inculcado, por
tanto y desde siempre, los principios y valores cristianos. Luego, creo que la
primera visión debe ser enfocada desde el punto de vista de mis creencias y mi
educación.
Así, considero impresionante la lección
de fe que nos ofrece Josek, hablando de Dios, en medio de tanto sufrimiento. Pero
entiendo también que las creencias religiosas experimentaran un gran declive
durante esa época “por culpa del silencio de Dios”-nos cuenta Moshe
Bejski, superviviente también de los campos de concentración, cuyo pariente,
aspirante a rabino, le confesó haber perdido su confianza en Dios-.
Recordar también a la creyente anciana prisionera junto a Simón en el campo de
concentración, manifestando que “Dios se hallaba de permiso”.
Todavía hoy sigue siendo polémica la
actuación del Papa Pío XII, en relación con el exterminio judío. Israel
califica su conducta de “ambigüa”, al no condenar públicamente ni intervenir
para frenar la barbarie nazi. La justificación del Vaticano es que mantuvo un
silencio “prudente” para no empeorar la situación de los judíos. En cualquier
caso, es cuanto menos, insensible, incoherente y ridícula, la posición de
contemplar pasivamente el metódico exterminio de seres humanos.
Pues
bien, para mi religión la Iglesia posee el poder de perdonar los pecados a
través del sacramento de la penitencia. La penitencia o confesión supone borrar
los pecados tras un cuidadoso examen de conciencia, la repulsa hacia los
pecados cometidos, el arrepentimiento por la ofensa infligida, el firme propósito
de no cometerlos nunca más, su confesión y el cumplimiento de la pena impuesta.
Recordemos que el soldado Karl
examinó en su interior y, podríamos pensar que motivado por la educación
cristiana recibida siendo niño, encontró que una de sus acciones atormentaba su
conciencia, sentía un profundo dolor por esta acción y en su confesión había un
sincero pesar y arrepentimiento, según nos cuenta Simón.
Lo que no sabemos, y así lo exponen algunos autores, es si de haber sobrevivido
no hubiera seguido cometiendo crímenes y si hubiera estado dispuesto a reponer
el mal causado, por ejemplo, compensación en forma de servicio perpetuo a la
comunidad judía.
Que se debe conceder perdón a
los que se arrepienten sinceramente, es un concepto que comparte tanto la ética
cristiana como la judía. Sin embargo, en mi opinión, como he dicho al
principio, nadie que nunca haya estado en una situación tan inconcebible como
la de Simón puede, a mi juicio, juzgar su “silencio” junto al soldado moribundo.
Cierto es que Simón no pronunció la palabra “perdón”. Pero
aparentemente no fue algo tan simple para él. Su intranquilidad, su sentimiento
de culpa y sus vacilaciones, podrían hacernos pensar en una cierta tendencia
hacia el perdón, y tenía todo el derecho a hacerlo. Pienso que su personal
reconciliación, o no, con los criminales sólo le concierne a él, “rectificar un delito es un asunto que sólo se debe saldar entre el que
lo perpetra y su víctima”, afirma el profesor de Teología Islámica Smail Balic.
Por tanto, me limitaré a mostrar mi respeto por su comportamiento;
admiro su humanidad permaneciendo junto al joven soldado en su lecho de muerte,
permitiéndole sentir el contacto personal de su mano y apartando la mosca de su
dolorido cuerpo, rechazando la oportunidad de cualquier acusación o reproche.
Creo que con esta actitud Simón, como una clase especial de ser humano,
cargado de buenos sentimientos, aplicó uno de los principales mandamientos de
la Iglesia católica “amar al prójimo como a ti mismo”.
En segundo lugar, expresaré
mi opinión como persona, desde mi condición humana. Y a pesar de que todos los
acontecimientos relatados causan un terrible impacto, hay dos que
particularmente permanecen en mi memoria, por la intencionalidad y trampa con que
se perpetraron.
Uno de ellos tiene lugar en los campos de exterminio de Camboya, donde
uno de los supervivientes, Dith Pran, alude a las torturas a las que sin compasión fue sometido: “…Nos encerraban en jaulas con tigres
y sin posibilidad de escape…”, nos cuenta.
El segundo de ellos se refiere al triste episodio de la “guardería”
–“…una mañana llegaron tres camiones de la SS a la guardería
y se llevaron a los niños a la cámara de gas. Esa noche cuando los padres
regresaron del trabajo, se vivieron escenas desgarradoras en la desierta guardería”-,
escribe Simón.
Estos hechos, monumentalmente despreciables, perpetrados con engaño y
en base a un plan concebido por unos malvados cerebros, me han hecho fácil
imaginar de una parte, el sentimiento de pánico y de terror frente a una fiera
salvaje, y de otra, la sensación de angustia de unos padres destrozados por el dolor.
Yo misma me conmuevo cada vez que leo este último pasaje, resultando imposible
controlar mi emoción.
Y Simón nos pregunta qué habríamos hecho en su lugar. ¿Cabe pensar, acaso,
que estos padres podrían perdonar el salvaje asesinato de sus hijos, unos niños
de corta edad, los más inocentes de entre todos los inocentes?.
¿Qué habría hecho yo si me
hubiera encontrado en lugar de Simón Wiesenthal, conocedor de estos acontecimientos
y víctima de un régimen que haría presagiar mi inminente muerte?. ¿Habría
tenido en cuenta la vulnerabilidad de Karl –atrapado en plena adolescencia en
una atmósfera excepcional de histeria colectiva-, o le habría
considerado altamente culpable al no hallarse realmente obligado a disparar –sin ningún castigo por parte de los alemanes, según demuestran estudios
recientes-?.
Podría contestar con dureza, sin
compasión y sin misericordia, pero Simón Wiesenthal, sufridor de unos crímenes
catalogados de “lesa humanidad”, no lo hizo –guardó silencio-, y por
tanto me pregunto si yo, desde mi perspectiva actual, tengo autoridad para
hacerlo. Tal vez hoy, también, el silencio sea la mejor respuesta.
Como ya expresé anteriormente, creo que para perdonar hay que sentir.
Sentir que la ofensa no causa ya odio ni rencor en el fondo de nuestro corazón,
lo que no equivale a “olvidar”. El olvido ofendería a las víctimas y anularía
el derecho a la justicia. Y eso fue lo que hizo, muy acertadamente, Simón
Wiesenthal tras su liberación, buscar justicia en lugar de venganza, supongo
que como único camino posible para la reconciliación.
Por
último, agradezco la lectura de Los límites del perdón. Ha sido
un ejercicio de reflexión personal, he tomado conciencia sobre la inexistencia
de límites para la bondad y la maldad humana; me ha ayudado a priorizar, a dar
un valor especial a todo cuánto poseo y a las circunstancias que me rodean –aunque haya mucho que mejorar-; y he aprendido que el bien
más preciado que tenemos es la vida y como personas, nuestra libertad y nuestra
dignidad.
Considero sumamente importante que exista un Día
Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, que se
celebra el 27 de enero de todos los años. Quizás contribuya a apaciguar, si cabe, el dolor de las víctimas. Y aunque
decepciona saber que, años después, el mundo fue testigo de una nueva matanza
de seres humanos en pleno corazón de Europa, creo firmemente que la educación
que debemos sacar de esta tragedia, es el total rechazo de la humanidad a
cualquier manifestación de racismo y de violencia.
Dos nombres para terminar, el de
Oskar
Schindler y Nicholas Winton, quienes entre otros, optaron por salvar
heroicamente la vida de miles de judíos, pues como dice Martin E. Marty en Los
Límites del Perdón;
“existe un tipo de libertad que nunca podrá
desaparecer: la libertad de elegir nuestra propia actitud ante cualquier
circunstancia”.
MARÍA DEL MAR CANOVACA BRAVO
1º BACHILLERATO A